Ricardo Alarcón de Quesada - La Jiribilla.- "Esta es la Revolución que soñamos". Intervención del compañero Ricardo Alarcón de Quesada, Presidente de la Asamblea Nacional del Poder Popular, en la sesión solemne de la Asamblea Municipal de Guáimaro por el  Aniversario 140 de la Constitución de Guáimaro.


Camagüeyanos:

Compatriotas:

El 10 de abril de 1869 Guáimaro fue testigo de un suceso irrepetible, que nunca muere y pervive con su marca indeleble en el destino nacional. Seis meses antes, en la Demajagua nacía, con la Revolución, la Patria y desde el 10 de octubre iniciaba su larga marcha con otros alzamientos en la parte oriental y en el Camagüey y extendía el espíritu de rebeldía a otras comarcas incluyendo la capital de la Isla. No era solo un movimiento para separar a una colonia de su metrópolis y crear otro estado soberano. Era, en verdad, en palabras de Antonio Maceo, “la guerra por la justicia”.

Bayamo, la primera ciudad importante liberada el 20 de octubre, fue el asiento de un nuevo poder que irradió sobre una amplia zona del valle del Cauto y durante cien días convirtió en realidad una utopía de igualdad y solidaridad. Fue tal su impacto en la sociedad colonial, tan profunda su significación, que algunos portavoces de la sacarocracia anexionista fueron capaces de ver allí el inicio de una verdadera revolución socialista.

En aquella etapa los patriotas cubanos peleaban aislados los unos de los otros, carecían de una organización común, eran conducidos por diferentes jefaturas y se inmolaban bajo dos banderas distintas. Los unía solo la determinación de emprender la lucha armada para poner fin al colonialismo y al régimen esclavista.

Necesitaban, sin embargo, definir un programa y la estrategia de combate y quienes habrían de dirigirlo. Era un difícil reto para aquellos hombres separados por la edad, el origen y la trayectoria de sus luchas anteriores en entornos regionales y sociales diferentes. La mayoría de los que aquí se congregaron vinieron a conocerse en Guáimaro por primera vez.

Se propusieron, pese a todo, una meta más alta y compleja: organizar un estado, con su Constitución, su Asamblea Legislativa, un Gobierno electo por ella y bajo su control, un ejército, un aparato administrativo y un sistema judicial. Daban forma a la República en armas, una forma de estado peculiar, originalmente cubano, con todos los atributos, estructuras y funciones de los sistemas políticos más avanzados de la época pero que debería operar en un territorio cambiante, de límites variables y a veces confusos, sometido a las dinámicas de la guerra frente a un enemigo incomparablemente más poderoso.

Cuando apenas dábamos los primeros pasos en la brega por conquistar la independencia nacional, los cubanos iniciamos aquí una tradición que acompañaría siempre a nuestro movimiento revolucionario: el debate abierto, libre, entre todos los patriotas, para lograr el consenso y la unión, creadores de otro ordenamiento jurídico, fundado en principios y valores de una ética nueva cuya norma suprema sería la solidaridad y la justicia. Lo haríamos una y otra vez, cuando afrontamos las peores derrotas, cuando reiniciábamos la pelea. Esa tradición democrática, ese culto a la reflexión colectiva como sustento de la unidad y la cohesión entre todos nació en Guáimaro y volvió a levantarse en Baraguá, en Jimaguayú y en la Yaya. Ningún otro pueblo se dio de ese modo cuatro Constituciones y sus propias instituciones democráticas aun antes de alcanzar la soberanía y se empeñó por darles vida a lo largo de más de 30 años de afanosa búsqueda de la libertad.

El espíritu revolucionario, radicalmente democrático, fiel reflejo del movimiento iniciado en la Demajagua quedó consagrado en la Constitución de Guáimaro con lenguaje sencillo y directo en su artículo 24: “Todos los habitantes de la República son enteramente libres” y en el artículo 26: “La República no reconoce dignidades, honores especiales, ni privilegio alguno”. Con estas palabras liquidaba, en un solo acto, casi cuatro siglos de esclavitud y un régimen feudal obtuso y anacrónico. Las masas, por tanto tiempo explotadas, no estaban recibiendo una dádiva que les era concedida desde lo alto por una instancia superior. Para todos estaba claro que esa aspiración de justicia debían conquistarla ellas mismas en una lucha que sería inevitablemente dura y prolongada. Por eso dejaron escrito en el artículo 25 de la Constitución: “Todos los ciudadanos de la República se consideran soldados del Ejército Libertador”.

La Asamblea de Guáimaro fue resultado, sobre todo, del patriotismo de quienes supieron discutir hasta superar o dejar a un lado grandes diferencias y consagrar la unidad como requisito indispensable del proyecto nacional cubano. Brilló aquí el talento y el idealismo de Ignacio Agramonte, principal autor de la Constitución. Aquí se eligió a Carlos Manuel de Céspedes como primer Presidente de nuestra República, Salvador Cisneros Betancourt fue designado presidente de la Cámara de Representantes y otro camagüeyano ilustre, Manuel de Quesada, asumió la jefatura del Ejército Libertador.

El pueblo conoció y apoyó su Constitución en la plaza pública en una fiesta democrática de varias semanas en la que se alzó la voz de Ana Betancourt para reclamar los derechos de la mujer. Por su emancipación y por la de su Patria lucharía con ejemplar constancia hasta el final.

Permítanme rendir tributo a otra camagüeyana que también lo merece. Era muy joven cuando en Guáimaro ella entró a la historia con su sonrisa leve y su andar callado. Aquí conoció al Padre de la Patria y lo amó apasionadamente más allá de la muerte. Renunció a la opulencia familiar, lo siguió al campo de batalla, en la manigua perdió a su primer hijo, sufrió la prisión y el destierro, conoció los trabajos más humildes en su duro y largo exilio y murió muy lejos de la patria. Algún día el Camagüey y Cuba sabrán rescatar del olvido a Ana de Quesada y Loynaz.

El pensamiento radical, abolicionista, justiciero, la idea de la igualdad plena de todos los seres humanos, de que todos eran ciudadanos con iguales derechos y que la ciudadanía implica también el deber de combatir por la Revolución, de ser soldados del Ejército Libertador, proclamados en Guáimaro, serán los cimientos de esa y de las otras tres Constituciones mambisas.

Porque esos documentos reflejaban el singular drama empapado en sangre y en dolor en el que se iba forjando la nación cubana. Enfrentábamos a un poder colonial que, habiendo perdido ya casi todo su imperio, se aferraba a Cuba y aquí concentró una fuerza militar superior y más numerosa que la que había desplegado en todo el continente frente a los patriotas sublevados a comienzos del siglo XIX. El patriotismo cubano tenía que combatir también a una poderosa oligarquía criolla, dueña de plantaciones y fábricas azucareras donde mantenía en cruel servidumbre a una buena parte de la población y que conspiraba para impedir la independencia de la Isla y para perpetuar el régimen esclavista.

En las sombras actuaba el peor enemigo de la nación cubana, el vecino arrogante, ambicioso, que empezó a concebir la idea de apoderarse de Cuba desde un tiempo muy lejano, poco después de que las Trece Colonias consiguieron separarse de Inglaterra. No lo sabían, no podían saberlo, los hombres que aquí se reunieron para diseñar la Patria por la que habría que derrochar tanto amor y sacrificios. No podían saberlo pero aun antes que ellos hubieran nacido en el Norte planeaban en secreto apoderarse de Cuba.

Todavía las antiguas Trece Colonias iniciaban su expansión hacia el Oeste, aun la Florida era parte del imperio español, y ya el presidente Thomas Jefferson, en un documento oficial, en noviembre de 1805 declaraba su propósito de apropiarse de Cuba. Y lo reiteró después en 1807. Y volvió sobre lo mismo en 1809 en un mensaje a su sucesor James Madison e insistió en ello hasta 1820.

Lo repito porque no deben olvidarlo jamás los cubanos de hoy ni los de mañana. Thomas Jefferson fue el autor de la Declaración de Independencia de los EE.UU., uno de los más ilustres, cultos y de pensamiento más avanzado entre los fundadores de aquella nación. Pero respecto a Cuba fue un anexionista, el primer anexionista. Para él Cuba era simplemente una presa codiciada, un pedazo de tierra de fácil conquista, necesaria para su país. Murió soñando con el día que las fronteras de EE.UU.  llegasen hasta el límite sur de nuestro archipiélago.

En aquellos años no existía el imperialismo, norteamericano o cualquier otro, porque el capitalismo no había llegado aun a esa fase de su desarrollo. Ni siquiera podía hablarse de Estados Unidos como un gran país que se extendiese de un Océano al otro. Entonces estaban muy lejos del Pacífico, apenas cruzaban los montes Apalaches, la Florida era española, la Luisiana, aun no integraba la Unión y todo el Oeste hasta el Océano, era español. Pero para Jefferson era muy importante, fundamental, incorporar  Cuba a aquel país que apenas surgía.

Jefferson, con su gran autoridad moral y política, convenció a muchos otros. Solo así puede explicarse ese mapa oficial de EE.UU., publicado en 1812, que provocó la indignada protesta de España, en el cual extendía sus fronteras hasta el sur para incluir completamente a Cuba.

No habían nacido aún los hombres de la Demajagua y de Guáimaro y sobre Cuba pesaba la amenaza de anexión.

En la Casa Blanca, con el Presidente, los miembros de su Gabinete, discutieron en numerosas reuniones, en 1822 y 1823 y lo seguirían haciendo después a lo largo del siglo, con la participación de agentes criollos o de otros que ellos enviaron a la Isla, el mejor modo de hacer de Cuba una posesión norteamericana.

Lo primero era mantener el dominio español en Cuba y Puerto Rico a la espera de las circunstancias propicias para que EE.UU. se apoderase de ambas. Para lograrlo los yankis presionaron a las nuevas repúblicas americanas y conspiraron contra Simón Bolívar y su propuesta ante el Congreso Anfictiónico de Panamá de liberar a las Antillas. No se ocultaron para hacerlo. Lo proclamó abiertamente el presidente John Quincy Adams en un mensaje al Congreso de EE.UU. el 15 de marzo de 1826 que fue respaldado por el órgano legislativo diez días después en un insolente documento en el que llegaron a afirmar que: “El Castillo del Morro se puede considerar como una fortaleza en la boca misma del Mississippi”.

Para alcanzar su propósito EE.UU. se empeñó a fondo en apoyar a España frente a cualquier intento de liberar a Cuba. Esa política la expuso de modo inequívoco el Secretario de Estado Forsyth en sus instrucciones a su Encargado de Negocios en Madrid el 15 de julio de 1840 en las que puede leerse: “Está Ud. autorizado para asegurar al Gobierno español que, en caso de que se efectúe cualquier tentativa, de dondequiera que proceda, para arrancar de España esta porción de su territorio, puede él contar confiadamente con los recursos militares y navales de los EE.UU. para ayudar a su nación, así para recuperar la Isla como para mantenerla en su poder”.

Esa fue exactamente la línea aplicada por las autoridades norteamericanas desde el 10 de octubre y a lo largo de la Guerra Grande. El Ejército español y sus fuerzas navales tuvieron siempre todo su apoyo material y logístico para combatir al Ejército Libertador, impedir su avance hacia occidente, bloquear las costas cubanas y frustrar las expediciones de apoyo al movimiento revolucionario. Mientras daba todas las facilidades a los colonialistas, Washington perseguía con saña, amenazaba e insultaba a la emigración patriótica y reprimía cualquier intento de apoyar la rebelión desde el territorio estadounidense. Esa conducta fue desenmascarada en 1870 por el Padre de la Patria quien denunció que “apoderarse de Cuba” era el “secreto” de la política norteamericana.

Esa política contradecía completamente la voluntad y los sentimientos del pueblo de EE.UU. en un contraste muy ilustrador sobre el carácter verdaderamente antidemocrático del sistema de gobierno en aquel país. El Presidente y el Congreso recibieron incontables peticiones a favor del reconocimiento a la República de Cuba en Armas, a su derecho a la independencia y a la beligerancia; lo reclamaron oficialmente las autoridades y los órganos legislativos de varios estados; lo solicitaron organizaciones sociales de todo tipo y vecinos de ciudades y aldeas de los más diversos lugares de aquel país en numerosos mensajes suscritos por decenas de miles de personas. Todos fueron ignorados por la oligarquía yanki que finalmente en 1898 intervino en nuestra guerra para robarle al pueblo su victoria, ocupar militarmente el país y pisotear nuestra Constitución, sus instituciones y autoridades legítimas.

La intervención yanki de 1898 es considerada la primera guerra imperialista. Pero su víctima, Cuba, cumplía para esa fecha casi un siglo de resistencia frente a la voracidad del peor enemigo de su existencia como Nación. Tengamos presente, siempre, ese dato.

Subrayemos también que el engaño y la mentira han acompañado la política anticubana a lo largo de la historia. Quienes sostuvieron a los esclavistas y colonialistas durante un siglo trataban de figurar como ejemplo de libertades. Los que se abalanzaron sobre la Isla para frustrar nuestra independencia pretendieron hacer creer a generaciones de cubanos que eran libres gracias a su ayuda. Quienes aplastaron las instituciones democráticas que en Guáimaro tuvieron su cuna y nos impusieron un nuevo vasallaje y tiranías corruptas hasta la médula se han arrogado el cínico papel de supuestos defensores de una democracia que nunca fue suya.

Celebramos este año el 50 Aniversario del Triunfo de la Revolución. La misma y única que soñamos en Guáimaro, la Revolución por la que Ignacio Agramonte entregó su vida noble y luminosa.

Desde 1959, cuando finalmente conquistamos la independencia, Washington desató su ira contra el pueblo que al cabo de incontables sacrificios se había librado de su férula.

Le impusieron una guerra económica que aun perdura —recuerden lo que escribieron en documentos de aquellos días ya desclasificados, su propósito siempre ha sido “causar hambre y desesperación… hacer sufrir al pueblo” —; lanzaron la invasión mercenaria, promovieron el terrorismo y los sabotajes, amenazaron con la agresión militar directa y la destrucción nuclear; y llevan a cabo una descomunal empresa de desinformación y calumnias para intentar encubrir sus criminales designios.

Cinco hermanos nuestros, cada uno de ellos completamente aislado en la soledad de sus prisiones, soportan con ejemplar estoicismo el odio del Imperio. Se les castiga porque sacrificaron sus años juveniles para defender a su pueblo del terrorismo. La inmensa maquinaria de propaganda y embuste de los enemigos de Cuba se empeña en ocultar su situación con un silencio cómplice que es la mejor prueba de su inocencia.

Desde el 6 de marzo el caso de nuestros Cinco Héroes ha entrado en una fase que debería ser motivo de escándalo y vergüenza. Ese día fueron presentados ante la Corte Suprema de EE.UU. 12 documentos de apoyo a la solicitud de revisión hecha por sus abogados defensores. Diez laureados con el Premio Nobel, centenares de parlamentarios, asociaciones y gremios de juristas, que representan a millones de abogados, personalidades académicas, políticas y religiosas de todo el mundo, incluyendo algunas de EE.UU., se han dirigido a ese Tribunal exigiendo justicia. Nunca antes en la historia de EE.UU. había ocurrido algo parecido y es muy difícil que se repita semejante despliegue universal de solidaridad. Ese hecho, absolutamente si precedente, ha sido silenciado hasta ahora por los grandes medios que controlan la información en aquel país y con muy raras excepciones, el caso de los Cinco es ignorado por los políticos norteamericanos.

Gerardo Hernández, Ramón Labañino, Antonio Guerrero, Fernando González y René González no cometieron delito alguno y deben ser liberados inmediatamente. Poner fin ya, de una vez por todas, sin condiciones ni excusas, a la abominable injusticia cometida con ellos es un paso indispensable que tiene que dar el Gobierno norteamericano si quiere hacer creer que los cambios allá pregonados son algo más que retórica vacía.

En una ocasión como esta, al rendir homenaje a quienes iniciaron la hazaña en que ha consistido nuestra historia comprometámonos a asegurar que nosotros y las generaciones futuras seremos capaces de defender la independencia de la Patria, que no permitiremos jamás que nos dividan o engañen las intrigas anexionistas, que resistiremos cualquier intento de dominación, ahora y siempre, incluso después que desaparezca el imperialismo.

Viva Cuba Libre

Hasta la victoria siempre

Guáimaro, Camagüey, 10 de abril de 2009

Cuba
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