Marta Valdés - Cuba Debate.- A lo largo de toda la semana he estado saltando de un tema a otro antes de sentarme a armar estos párrafos. Los pocos ratos libres que me dejaba el trajín cotidiano para leer, no me ofrecían el indispensable nivel de concentración como para que, en ese breve plazo, tuviera yo bien clara la dimensión de un acontecimiento reciente para el que había estado preparándome con el ánimo de incitar al conocimiento de nuestra historia musical que va más allá de la pura anécdota. Me refiero a la aparición  del libro Cuba colonial, MÚSICA, COMPOSITORES E INTÉRPRETES (1570-1902) de la investigadora Zoila Lapique, en una bella y muy cuidada edición de Ediciones Boloña y Letras Cubanas.



En busca del tema perdido, se me ocurre entonces, en estos días en que tanto se viene hablando del rescate de los oficios, sacar a relucir unos pocos –aunque elocuentes– ejemplos tomados de las vidas de quienes nos legaron verdaderos tesoros musicales. Recuerdo haber leído acerca de las peripecias de Sindo en el circo o sus afanes perfeccionistas en el oficio de hacer monturas en el patio prestado de su amiga Lola, allá en Santo Domingo, únicamente interrumpido el día que la misma, inefable mujer, necesitó que el espacio estuviera despejado para albergar a la gente que acudiría a escuchar a José Martí. Pienso en Rosendo Ruiz muy jovencito, animado por los barberos de Mayarí ante su asombrosa Mares y arenas, empaquetando sus pertenencias esenciales y, guitarra al hombro, emprendiendo el largo camino hacia La Habana donde ya resonaba de alguna manera esa canción, extrañamente atribuida a “autor desconocido”. En ese breve equipaje, no olvidaba sus tijeras, herramienta fundamental para ejercer el oficio de sastre, con el que pudo ganarse el pan como simple operario en un pequeño local de la calle Salud. Pienso en Oscar Hernández, uno de los zapateros más respetados y admirados en esta ciudad desde donde lo recuerdo a la luz de un testimonio que guardo del inolvidable ?ico Rojas, dándole forma y acabado a alguna de sus joyas artesanales mientras, sin interrumpir su labor, perfilaba la curva definitiva de alguna frase -como la rosa, como el perfume, así era ella- cantándola para sus adentros. Evoco a Ignacio Piñeiro, a quien la vida me dio el privilegio de conocer muy de cerca, orgulloso como vivía de haber estado al frente del trabajo de soladura que dejó lista para siempre la azotea del Capitolio Nacional.

Ahora me viene a la mente el fragmento de aquella pieza norteamericana más conocida como “el tema de la película Casablanca” que el Maestro Guillermo Rubalcaba, famoso por sus solos de piano al frente de su charanga, ofrecía como cortesía a sus devotos usuarios al final de cada sesión de ardua labor como experto afinador de pianos. Eso no lo leí ni me lo contaron sino que lo disfruté unas cuantas veces.

Entonces, a propósito de ese oficio, miro hacia la izquierda del sitio donde me he puesto a hilvanar estos pensamientos y tropiezo con la imagen de Richard Egües, pegado a su flauta, mirándome de reojo desde  la carátula  de uno de sus discos y, de alguna forma, diciendo “acuérdate que aquí estoy yo”. Richard  dejó guardada en sus composiciones la huella de los oficios que daban vida al vecindario de Los Sitios donde crió a sus hijos. Baste acercarnos a El bodeguero o a  Olga la tamalera. Ahora bien; ni su irrepetible arte como flautista, ni su excelencia como compositor, ni el éxito obtenido por partida doble, ni su contribución a la historia de la Orquesta Aragón, borrarán en la memoria de quienes le conocimos personalmente, su amor y dedicación al oficio de afinar pianos, a través del cual se manifestaba la misma esplendorosa musicalidad que inspiró su manera de enfocar la flauta y sus solos repletos de virtuosismo y sabiduría.

No se me olvida la sonrisa de Richard afinador desde que destapaba el instrumento, mientras iba avanzando en su faena y, sobre todo, en el momento en que la daba por terminada haciendo que aquel piano que le había saludado a regañadientes, lleno de flojeras y estridencias, ahora se mostrara cantarín, apto para abrir caminos a las más caprichosas formas de la armonía o las mil exigencias del ritmo. Quién sabe cuántas de esas salidas llevando bien envueltas bajo el brazo sus llaves para afinar el piano de un principiante o de un colega renombrado, hayan tenido que ver con la ilusión de prepararle a la pequeña Gladys esa fiesta de quince que ha quedado para la historia. Sí, quién sabe si en un momento de descanso, después de luchar con el si bemol rebelde  de algún viejo piano vertical, Richard el flautista, de oficio afinador, recibió en su mente -tal cual-aquel delicioso estribillo que tantas veces se ha coreado:

Felicidades, Gladys

Gladys

Almendares, 9 de abril de 2010

Cuba
Gala del Premio Casa 2024, en la sala Che Guevara. Foto: Ricardo López Hevia....
Cubavisión Internacional.- Nuestra periodista Valia Marquínez Sam conversa con el actor, cantante y presentador, Ray Cruz, que ahora protagoniza la obra teatral Fátima, inspirada en el cuento del destacado intelectual cubano Migu...
Lo último
La Columna
La Revista