Enrique Pérez Díaz – La Jiribilla.- La infancia no tiene límites. La infancia no tiene edad. El corazón de los libros para niños es tan eterno como, enormes, infinitos, aquellos sentimientos que los mejores y más auténticos libros pueden transmitirnos desde sus primeras páginas y tan solo con la más simple de las lecturas.


Una verdad tan elocuente la demostró, hace ya más de dos siglos, un verdadero poeta, un gran príncipe de las letras para la infancia: el danés Hans Christian Andersen, cuyo cumpleaños celebramos todos en el mundo entero, cada dos de abril, como la más auténtica de las fiestas a esa primavera eterna que es la infancia y los inolvidables libros para niños que marcaron nuestra recordada niñez.

Andersen bebió en las fuentes del saber de los clásicos y en las sagas de su tierra nórdica, pero también apeló a sus más caros y desencontrados sentimientos a la hora de escribir para esa infancia sin edad que siempre ha conseguido identificarse con sus libros.

El autor de “El patico feo”, “La Sirenita”, “La vendedora de fósforos”, “La Reina de las Nieves”, entre otros tantos, ha sido el mejor ejemplo para quienes en el mundo aspiran a escribir para la infancia.

Por más seguidores que ha tenido, pocos como él para captar todas las aristas —a veces crueles y duras— de la infancia como proceso necesario de aprendizaje y crecimiento para el ser humano.

Con su nombre se honra también el premio más importante de la literatura infantil y juvenil a escala mundial, el llamado pequeño Nobel, al cual ya tributan medio centenar de personas entre autores e ilustradores destacados por su obra para las primeras edades.

En nuestra Isla pequeña y lejana de los fiordos daneses que le vieron nacer, asimismo hay muchos que en la actualidad siguen el ejemplo impecable del príncipe de los cuentos para niños. Más vale recordar que, hace dos siglos, ya tempranamente, otro fundador, nuestro José Martí, también bebió en los cuentos de Hans Christian y se identificó con ellos al punto de hacer una versión de “El ruiseñor”, que tituló “Los dos ruiseñores”.

Ambos escritores, en contextos diferentes y épocas más bien cercanas marcaron su creación de inquietud y sentimiento, como solo pueden hacer los más genuinos espíritus que dejan las tiras de la piel y el sentimiento en aquello que escriben —y luego podremos disfrutar los demás.

Por eso vale decir que, a diferencia de lo que muchos piensan, la literatura infantil (o para niños) —según se la quiera llamar— no es empleo pequeño, sino obra de grandeza; no es asunto menor, sino empresa grande; no tiene por qué asociarse a la trivialidad y la simpleza, sino precisamente a lo contrario: al más digno oficio que pueda ennoblecer a un autor y, como dijera el también genial alemán Michael Ende, el que más libertad creativa llega a brindarle en definitiva.

Felicitamos hoy, desde las páginas de este número especial de La Jiribilla, dedicada al Día Internacional del Libro Infantil y, por supuesto a la infancia, a cuantos con su oficio de “creer” en la belleza y de “crear”, dignifican el “crecer” espiritual de los hombres del mañana.

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