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Ania Terrero - Letras de Género / Cubadebate.- En febrero de 2016 una jueza española preguntó a una víctima de violencia sexual si había cerrado bien las piernas para evitar la violación. Ese mismo año, y en ese mismo país, cinco hombres jóvenes acusados de violar en grupo a una joven de 18 años fueron condenados por abuso sexual pero absueltos del delito de violación, en un caso que suscitó gran polémica en medios y redes.


El hecho, que pasó a la historia como el de “La Manada”, fue filmado por los propios agresores durante las fiestas de San Fermín que se celebran cada julio en Pamplona. En total hicieron 7 videos. Uno de los hombres posteó mensajes en WhatsApp celebrando lo que habían hecho y prometió compartir las imágenes.

La víctima fue acusada desde algunos medios de comunicación -y también en el  juicio- de “pasiva”; de no haber “mostrado resistencia”, de que parecía “estar a gusto”. Los cinco violadores eran jóvenes y la superaban ampliamente en altura y fuerza.

El hecho de que la corte se haya inclinado por no interpretar aquellos actos como violentos e intimidatorios generaron duras críticas entre los grupos feministas y destacadas figuras públicas de la nación europea.

No es un caso aislado. En cualquier medio de prensa alrededor del mundo, casi todos los días, alguien se pregunta si la víctima de los titulares del momento anduvo sola, vestida de manera provocativa o tarde en la noche.

En casos como estos las redes sociales suelen llenarse de mensajes que cuestionan el comportamiento de la mujer agredida, más que el de quien la agrede: las llaman irresponsables, descuidadas, borrachas. Tienen parte de culpa, dicen.

Son parte de un problema mucho más grande, en un mundo donde la violencia de género está completamente naturalizada. No por gusto, muchos movimientos feministas han convertido en lema de marchas y manifestaciones una frase que debiera ser norma: “Sola, borracha, quiero llegar a casa”.

Otra vez, la verdadera agresión se diluye entre reclamos hacia las mujeres. Otra vez los culpables son, en cierto modo, justificados. Otra vez se subestima un conflicto que todavía muchos insisten en no ver. Porque la frase “la violencia es violencia, no importa hacia quién”, aún es recurrente. Y esconde muchos peligros.

Es un reto del que, por cierto, Cuba no escapa. Hace unas semanas, una amiga me mandó indignada la captura de pantalla de un meme compartido por un músico cubano en Facebook. “¿Cansada de acosadores en tus redes sociales? Sube tus fotos sin filtros y notarás la diferencia”, se leía en la imagen.

El texto, aparentemente gracioso, es una versión moderna de las instrucciones que las mujeres recibimos durante décadas: “No provoques a los hombres”, “No uses shorts cortos o vestidos muy escotados”, “No salgas sola de noche”, “No sonrías ni los confundas”, “No seas puta”; o de sentencias mucho más agresivas: “Eso es lo que le toca por estar calentando”.

Casi todos caímos alguna vez en la trampa. No pocas veces, al escuchar sobre un caso de violencia, las primeras preguntas qué nos hacemos son para ellas. “Pero, ¿qué hacía allí?”, “¿Por qué andaba sola?”, “¿Cómo se dejó engañar?”, “Si hubiera sido más despierta no le hubiera pasado nada”.

Recientemente, la serie Calendario puso el tema sobre la mesa. Al mostrar la historia de Maritza, una adolescente grabada sin autorización mientras tenía sexo, los cuestionamientos también fueron hacia su vida sexual “demasiado activa”.

El dramatizado manejó el tema con tacto, confirmó que no era su culpa aunque podía gestionar su sexualidad de otros modos. Pero en las redes y los espacios de debate no faltó el tan frecuente: “Ella no era ninguna santa”.

En realidad, cualquiera debería ser libre de vestir, comportarse y vivir su sexualidad como eligiera, sin temor a ser agredido por ello. Lo dejó claro el performance feminista que dio la vuelta al mundo unos meses antes de que estallara la pandemia: “Y la culpa no era mía, ni dónde estaba, ni cómo vestía”. Lo alertan de forma recurrente las feministas.

Pero aún no es suficiente. El mecanismo machista que nos enseñó a culpar a las víctimas y justificar a los agresores sigue fuertemente enraizado. Como confirmó el caso de La Manada en España, los medios de prensa aún juegan un rol fundamental en la validación de esa estrategia.

Forma parte de un sistema mucho más amplio que asignó roles de género aparentemente inamovibles y se resiste al perfil de una mujer empoderada. De nosotras se espera calma, paz, sensibilidad, pureza y si rompemos el molde, tendremos que lidiar con las consecuencias.

Al patriarcado le conviene ese recurso, nos controla a través de él. Pero es esencialmente injusto, peligroso, porque coloca la culpa en el lugar equivocado, desvía la atención de los agresores y sobre todo, simplifica un conflicto que cobra miles de vidas en todo el mundo.

El desafío va más allá de colocar la culpa simbólica sobre quien realmente la merece. Generar mecanismos eficientes para prevenir y enfrentar la violencia, proteger a quienes la sufren, desmontar roles preasignados y librarnos de los prejuicios son pasos imprescindibles.

Porque no, la culpa no es de las amigas que te dejan irte sola a casa, ni de quienes usan filtros en sus fotos de Instagram, ni de Maritza, ni de tantas otras. Posicionar esos mensajes solo minimiza la violencia y contribuye a convertirla en un mal inevitable. Toca entonces hablar en voz alta, otra vez, para no olvidarlo.

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