Francisco Rodríguez - trabajadores.cu.- Hay un problema que nos azota como una plaga, en el cual se combinan la indisciplina laboral y el irrespeto hacia las personas: la informalidad.


¿Quién no se ha quedado esperando a alguien que debía ir a hacerle un trabajo en la casa, o ha llegado a buscar algo en un establecimiento de servicio público y se ha encontrado con que no está listo lo que le aseguraron estaría hecho en determinada fecha?

La lista de estos fiascos en nuestra memoria seguro es bastante larga, y parecería que son prácticas nocivas difícil de erradicar, y hasta de disminuir con el tiempo.

Las personas informales nos hacen perder tiempo y no pocas veces dinero, por el incumplimiento de su palabra.

Es además un mal que no distingue entre formas de gestión o propiedad, porque en materia de no saber honrar un compromiso con un cliente o usuario, lo mismo nos tropezamos con un trabajador por cuenta propia que con un funcionario estatal, quienes con frecuencia nos dejan, como se dice popularmente, colgados de la brocha.

Ese vicio guarda a veces mucha relación con otras variables, como la existencia de pocas opciones o ninguna alternativa para garantizar acceder a determinado trámite o respuesta por otra vía, lo cual nos obliga en ocasiones a depender casi exclusivamente de individuos informales que le imprimen su negativo sello a la actividad que realizan.

Cuando se trata de venta de mercancías o de otras ofertas con carácter lucrativo, el negociante que es informal en su labor corre el riesgo de perder no solo al cliente afectado, sino que puede dañar el prestigio de su emprendimiento, y con ello su resultado económico.

Pero las principales víctimas de las informalidades somos los ciudadanos que dependemos de terceras personas y de las instituciones que ellas representan para resolver asuntos esenciales para la vida cotidiana.

Están también las salidas populistas de la gente que promete a diestra y siniestra atender un problema, cumplir con un plazo, dar una respuesta, y después todo queda en sal y agua.

Y junto con la informalidad casi siempre vienen otras desgracias, como inventar pretextos, esquivar u ocultarse de la persona –dicho en buen cubano- embarcada, y hasta mentir descaradamente.

El sujeto informal no pocas veces cae en las propias redes de sus inventos y luego le cuesta salir de esa sucesión de tardanzas, errores y aplazamientos.

Con un poco de buena suerte, un día cumple con la palabra dada, pero ya es tarde para volver a merecer la confianza de quienes perjudicó y hasta ofendió con su comportamiento.

Es difícil atajar la informalidad cuando no funcionan los mecanismos internos de exigencia en una entidad, ni se sanciona administrativa o judicialmente a quienes en reiteradas ocasiones quedan mal ante las personas afectadas.

Tal vez nos hemos resignado demasiado a convivir con esas conductas informales, y a menudo casi hasta las justificamos con un paternalismo que poco favor nos hace.

Pero debemos ser conscientes de que la informalidad ni está bien, ni es lo normal, ni tenemos por qué tolerarla. Hay que ponerla siempre, junto con sus desconsiderados practicantes, en la picota pública.

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