Cuentos sobre la ciudad incalificable que somos

Carlos Celdrán - La Jiribilla.- Son ocho los cuentos que componen este libro, En La Habana no son tan elegantes, el cual su autor, mi amigo Jorge Ángel Pérez, me ha pedido presentar esta mañana.

Como en otras experiencias con la escritura del autor vuelvo a sentir, al leer estas narraciones entretejidas e imbricadas unas en otras, una doble estrategia de propósitos que en la medida que se avanza en la lectura, se hace cada vez más constante y ambigua. La primera de estas estrategias a que me refiero es muy clara, y de arrancada el lector pensará que conducida por ella accederá cómodamente a la resolución final de su experiencia con el libro, hablo de la crítica social de una realidad difícil, donde estos seres (los personajes de estos cuentos) viven y subsisten sumergidos y desesperados en el escenario feroz de un solar habanero de la calle Aguiar. El autor es muy específico y concreto en su intención de contextualizar el marco de acción al darnos datos minuciosos sobre los sitios reales de este paisaje exterior y circundante que habitan sus sujetos y que habitamos, con igual desasosiego, todos nosotros.


El escenario del solar que se nos presenta es un escenario quemado. Quemado por el fuego y anteriormente sediento y polvoriento por la falta de agua potable. El agua y el fuego son los dos elementos naturales que polarizan, agónicos y terribles, esta primera estrategia narrativa empeñada, como ya dije, en la descripción del submundo marginal de la realidad contemporánea. El fuego accidental o provocado quemó el solar con parte de sus ocupantes (los protagonistas) dentro. Una estructura rashomónica se intenta entonces a partir de ahí: ¿Cuál es la verdad del origen del fuego que acabó con todo? ¿Cuál fue el móvil de este suceso trágico, el móvil y el sujeto que lo originó? Múltiples verdades, todas ambiguas, todas posibles se nos presentarán en lo adelante, imbricadas, entretejidas, alienadas, como la integralidad de la trama narrativa y del suspense. A través de esta madeja de relaciones aparece la galería del inframundo: el padre machista, la esposa sumisa, el hijo lisiado, la hija violada, la jinetera presidiaria, su madre alcahueta, el otro hijo bastardo, el maricón, etcétera.


Jorge Ángel Pérez

El autor, y siguiendo el impulso de esta primera estructura mencionada, se muestra compasivo, a través del uso de la piedad, con sus criaturas perdidas, quemadas, envejecidas, sedientas. Esto es ya un logro importante del libro, hacer que duela lo que cuenta, que confunda y comprometa, que penetre en la sensibilidad del que lo lea. Pero no estamos ante un escritor cuya necesidad profunda sea solamente la crítica o la piedad, y eso lo vamos descubriendo a medida que el libro nos inicia en su experiencia nuclear, cuando topamos, simultáneamente a la anterior, con la segunda y creo que definitiva estrategia narrativa de este autor, en la que su vocación explota y se clarifica: la del erotómano.

El escenario social descrito se anula tras algunos rasgos de presentación oportunos y necesarios para dar paso al minucioso entramado sexual (oculto y vital tras la penuria) de las relaciones secretas, ambiguas, transgresoras de los personajes del solar de Aguiar. Detrás del fuego y de la carencia de agua potable ruge el sexo (lujuria) y el pecado, hablo de pecado con toda intención, pues en el libro se apela, en diferentes momentos, a la simbología judeocristiana para desacralizarla con la amoralidad de un paganismo militante. (La orgía o última cena sexual donde uno de los personajes rebautiza a los muchachos del Parque Central con los nombres de los apóstoles es un notorio ejemplo). No serán, en lo adelante, la miseria material, ni el dolor por la desprotección social a estos seres lo que centrará completamente nuestra atención de lectores. Esta escritura se hace fuerte y sorpresiva cuando describe, con la sagacidad, la libertad y el oído afinado con que lo hace, el acto sexual, el sexo y sus correlatos. Allí es donde se concentra la fuerza y la necesidad de ser de ella. Mientras más perturbador y doloroso es el encuentro sexual entre los personajes más sustancial y paradójica nos resulta la lectura. Es una escritura que lo apuesta todo al goce, a develar la transgresión a la norma moral que es el placer carnal y sus deudas con la literatura desde Sade, pasando por Bataille, D H. Lawrence, Arenas, hasta acá.

Poco a poco, mientras leemos los cuentos, vamos entendiendo (placer voyeurístico) que el conocer los detalles escabrosos de esta arqueología sexual es, en sí misma, la clave de su profundidad y de su complejidad, específicamente, cuando los personajes hablan, imperativo de goce, durante el sexo y confiesan al Otro sus deseos y sus fantasías secretas. En esos momentos de suspensión y de pureza erótica es cuando la realidad, tal como la entendemos en general, no se sostiene más, ya que sus estancos morales dan miedo por abstractos, según reza esta cartografía habanera.


Carlos Celdrán

Si algo falta en esta escritura es el moralista. En los cuentos, la fuerza erótica de ciertos pasajes medulares desbarata la realidad inicial del escenario social y del suspense. Precisamente en esos encuentros eróticos donde el autor escarba en el lenguaje sexual subterráneo y citadino, está la mejor estrategia del libro para comunicarnos verdad. La verdad, la humanista de los grandes valores, se asesina y se traiciona a sí misma en su negatividad gozosa en estos cuentos. Aquí, gozar es morir, aniquilarse, salir de sí, una entrega que elimina el ser, sus defensas y lo disuelve en el goce primordial, amoral, tribal. Los personajes de estas historias son una tribu moderna con rituales paganos que pulula sexualmente sedienta por el escenario habanero de la marginalidad.

De nada vale enjuiciar la arquetípica voracidad de aniquilamiento y sexo de los seres de estos cuentos. La raíz de cierta obsesión por lo prohibido y lo tabú (recordar la escena del acoplamiento con el muchacho lisiado de las muletas) es una revuelta vital, raigal del libro contra la Ley de raíz bíblica, el imperativo moral y la heterodoxia.

No obstante, aquí se escapa de la militancia sexista para ir más lejos, más atrás y desmarcarse de la obvia denuncia a la hegemonía heterosexual propia de cierto activismo de género, se retrocede a un tipo de paganismo, donde, por ejemplo, la presencia protagónica de un personaje como Ovidio, mujeriego, hétero y bisexual, de apariencia bonachona, padre mítico y deseado hasta la aniquilación por sus propios hijos bastardos, liberan al discurso de cualquier corrección identitaria.

La visión de la realidad está conformada, en estos cuentos, por una verdad galopante: la sexualización anárquica y permisiva de la sociedad contemporánea. Las historias, al poner la lupa de aumento en el lenguaje duro, subterráneo de la sexualidad actual nos entregan su perspectiva personal del tema. Descolocan las consabidas antinomias de justo e injusto, moral amoral, humano inhumano con que medimos el comportamiento, para hablamos, en su lugar, con las metáforas y las imágenes malditas del goce y del placer. Ambivalencia total ante la crítica social a la marginalidad. El lenguaje dionisíaco del deseo aniquilante ante la racionalidad apolínea de cualquier crítica axiológica.

Al final son solo cuentos sobre la urbe y la ciudad incalificable que somos. Léanlos con audacia.
 
 
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