Marta Valdés - Cuba Debate.- En atención a la sana curiosidad expresada recientemente en un comentario del amigo Fuillerat a esta columna, me he tomado un par de días en destapar, pulir y ordenar como si fueran piezas de un rompecabezas, los recuerdos -siempre los mismos- que guardo de la malograda cantante cubana Freddy. A ellos les añado un resumen del testimonio que, con mucho cariño y extrema delicadeza, me ofreciera anoche la compositora cubana Ela O’Farrill, afortunadamente de visita en esta ciudad, acerca de la canción que ella le dedicó y que Cubadebate ofrece a manera de ilustración acompañando mis palabras de esta semana para los lectores.



Ela vivía en el noveno piso del edificio de Infanta y Humboldt ubicado frente a lo que fue el bar Celeste, un sitio al que yo caracterizaría ..más bien.. como un café-bar, especie de paradero obligado al final de la noche para los músicos que, de regreso de sus actuaciones en los shows de los cabarets cercanos por aquel entonces a la barriada de La Rampa así como en la multitud de pequeños sitios donde era posible escuchar cada noche la buena y variada producción musical del momento, coincidían para reponer fuerzas con un buen sándwich y un café con leche mientras compartían las impresiones de esa jornada. Fue allí donde comenzó a aparecer noche a noche, una mujer dotada de una poderosa voz de contralto, que se sentaba a cantar, por ejemplo, una versión al español de The Man I Love (El hombre que yo amé) dando muestras de una musicalidad especial cuando intercalaba, entre frase y frase, unos tarareos equivalentes a los giros instrumentales que van armando los arreglos orquestales  y que van funcionando como referencia a la armonía, elemento  muy a tener en cuenta en este tipo de canciones conectadas con el repertorio de los hoy llamados “standards” norteamericanos (digamos, con el jazz). Alguien me dijo: “tienes que oír lo que hace con tu bolero No te empeñes más”. Salí a buscarla.

Ya me habían dicho que Freddy, a partir de las 10, cuando todavía los músicos no habían carenado en el Celeste, se sentaba un rato en una barra que estaba enfrente, en el cuchillo que hacen las calles de Infanta y San Francisco (¿o Espada?) y una noche, como a eso de las 10:30, me llegué al lugar y me di cuenta de que la tenía delante de mí. La escena se repitió bastantes veces a partir de ese momento. Estábamos en 1959 -de eso estoy segura, a juzgar por la animación y el tráfico en la zona a esas horas y por la sensación de seguridad en las calles. Tal vez haya podido ocurrir este episodio a comienzos del 60, a juzgar con la libertad de que yo misma gozara, de salir a la calle ya entrada la noche sin que, por ello, se originara un conflicto en mi hogar (muchas veces me daba cita frente al St. John’s o el Habana libre con Elena Burke y Manolo –su marido.., dealer del Casino de este hotel, quienes por aquellos años eran mis vecinos muy cercanos, para regresar con ellos al barrio una vez terminadas sus respectivas actividades, ya bien entrada la madrugada). Desde que llegué al bar, una barra larga, abierta a la vista de la calle, identifiqué a aquella mujer gorda, sin otros afeites que no fueran la pulcritud y la sencillez de su atuendo y un olor suave a persona limpia. Seria, callada, delante tenía un trago de algo “a la roca” y una caja de cigarrillos Salem. Me le presenté y no su respuesta fue cantarme mi bolero allí, a voz en cuello. Me aficioné a buscarla, no sólo por el placer que me producía su interpretación llena de creatividad donde ni un alpiste de la parte que había puesto yo como creadora, salía lesionado en letra o música.

Freddy me inspiraba admiración y respeto. Yo le pedía otra canción y otra y ella me complacía mientras miraba de reojo hacia la acera de enfrente. Tan pronto comenzaban a aterrizar los músicos en el Celeste, ella cruzaba y yo me iba hacia donde pudiera estar Elena para esperar a que la jornada se diera por terminada y regresáramos al barrio en el carro de Manolo sabiendo que me perdía la tanda que, con toda seguridad, Freddy estaba ofreciendo en cualquier mesa del Celeste por el solo placer de saber que los elogios de quienes la estaban escuchando no eran cosa de juego: baste decir que uno de sus más fervientes admiradores era Guillermo Barreto (Barretico), el más exigente y quisquilloso de cuantos músicos allí se reunían.

Mi historia pica y se extiende y no quiero dejar fuera un solo detalle, así que tendré que repartirla en varias entregas.

Lo último
La Columna
Un mundo al revés
Juntos x Cuba.- Estaremos conversando de diferentes acontecimientos que se han sucedido en el mundo en los últimos días....
La Revista