Vincenzo Basile - blog Desde mi Ínsula / Cubainformación. - Hace unos días, en una entrevista-charla entre dos blogueros cubanos de las dos orillas del estrecho de la Florida, se abordaba, entre muchos otros temas, la espinosa cuestión de la necesidad de una ley en Cuba que autorice el matrimonio (o uniones civiles) entre parejas del mismo sexo.

Harold Cárdenas Lema y Yadira Escobar, los dos tertulianos, coincidieron en que, aunque necesaria, semejante medida no debería ser fruto de una decisión “de arriba” sino más bien de una decisión popular “desde abajo”, es decir, un referéndum con carácter deliberativo y vinculante que ponga tan fundamental derecho en las manos del pueblo soberano.


A primera vista, pareciera que una idea como ésta pudiera ser un auténtico ejercicio de democracia participativa, donde las decisiones trascendentales no se toman en los palacios del poder sino son aprobadas por un pueblo consciente y empoderado. Sin embargo, tan revolucionario concepto se vuelve totalmente falaz y peligroso cuando de derechos se habla. Y no es cuestión de filosofar sobre las degeneraciones de una tiranía de la mayoría ni de hablar de lo políticamente correcto para no generar conflictos con “conciencias sensibles”. Los derechos, puros, básicos y naturales, no pueden, en lo más mínimo, ser objeto de aprobación por parte de una mayoría heterosexual, socialmente dominante y en parte homófoba.

Bajo ningún concepto, a lo largo de la historia, las minorías han tenido que pedirle permiso a la mayoría. Y si en algún momento eso ha ocurrido pues el tiempo se ha vuelto juez para evaluar los que casi siempre han sido derechos a medias o conquistas frustradas.

El fin de la esclavitud, el derecho al voto de las mujeres y de ciudadanos no-blancos, el divorcio, el aborto, y muchos otros derechos que se han ido reconociendo a lo largo del siglo pasado, han sido casi siempre tomados a través de una imposición, frente a la más o menos vehemente oposición de unas mayorías que con el tiempo, delante a un hecho cumplido, han tenido que adaptarse a los nuevos tiempos y aceptar lo que vendría.

Dos ejemplos contemporáneos, con lo que se refiere al tema específico del matrimonio igualitario, pueden ser asombrosos. España e Italia, en el corazón del conservadurismo católico, aunque sea por razones de cálculo político-electoral, han dado (en el caso italiano aun se están dando) pasos importantísimos en ese sentido. En esos dos países, pese al dominio social de una conciencia profundamente machista y homófoba, los gobernantes han tenido que tomar medidas, tal vez impopulares, entendiendo – aunque con buena dosis de oportunismo – que había una reclamación impostergable desde un nicho de la sociedad civil y – con más o menos convicción – se han hecho eco y voceros de las mismas.

Una minoría subyugada y discriminada no tiene por qué someter el destino de su vida – íntima y pública – a la voluntad de otras personas. Esto aún menos en un país y en una comunidad donde la palabra Revolución y el adjetivorevolucionario se han usado y se siguen usando a veces con despropósito para definir algo muchas veces inconsistente y contradictorio. Es deber de un verdadero revolucionario mirar más allá de la moral y defender los derechos de los oprimidos frente al rechazo de los opresores.

Si la mayoría del pueblo cubano – los 11 millones más los 2 millones de la emigración – no está lista o preparada para enfrentarse a semejante cambio en la sociedad y en la vida en comunidad, pues este es un problema distinto y sucesivo cuya solución le tocará precisamente al Estado, a sus instituciones y a los jóvenes revolucionarios, no con permisos, sino con activismo, educación y sensibilización.

Ser revolucionario, sin calificaciones políticas que precedan o sigan, es ser inconformista y no adaptarse, es desafiar poderosas fuerzas dominantes y no pedirle permisos. Ser revolucionario es no olvidar ni un solo momento que, como dijo José Martí, los derechos se toman, no se piden; se arrancan, no se mendigan.

TOMADO DE DESDE MI ÍNSULA

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