Ariel Terrero - Cubaweb/Rebelión.- A quemarropa y con cierto retintín criollo, aquel espigado hombre me disparó en plena calle, sin mediar protocolos ni presentaciones: "Si se acaba el bloqueo mañana, ¿se resuelven nuestros problemas?"


Uf, qué aprieto. Pero en lugar de buscar una bola de cristal, respondí con otra pregunta: Si un joven de cualquier país cumple la edad necesaria para usar una herramienta, ¿se acabaría automáticamente el hambre que pudiera estar pasando? A todas luces, de nada le serviría ser oficialmente adulto, si no aprende primero a manejar la herramienta, o si no la usa luego de dominarla.

Algo parecido sucederá cuando concluya —algún día todavía misterioso— el bloqueo económico de Estados Unidos a Cuba. En cualquier caso, disponer de una condición es apenas un punto de arrancada. No es el camino y, menos, la meta vencida.

Pero a veces percibo una manera demasiado categórica, y por tanto corrosiva, de ver o entender la política con que la potencia vecina se propuso explícitamente, hace casi cinco décadas, ahogar a la economía y a la nación cubanas. Algunos sobredimensionan su presencia o efectos reales, mientras otros los niegan olímpicamente.

Castigados por carencias de recursos y persecuciones comerciales cocinadas en Washington, hay funcionarios cubanos que han logrado el milagro de convertir el bloqueo mismo en recurso: lo emplean para explicar otras penurias achacables a ineficiencias propias. En tal caso, los límites entre realidad y ficción se diluyen, y abonan, en el patio, suspicacia hacia el fenómeno como un todo.

En la otra orilla, aviesas intenciones impelen a cerrar los ojos o recomiendan hablar solo de embargo. Y en el medio, por franco desconocimiento o desinformación, otros dicen: no veo.

Y en verdad, al bloqueo es difícil verlo. Por intangible.

Aparentemente. Fuera de los documentos y las estadísticas, sus mayores efectos económicos en Cuba son los beneficios económicos que no han podido ver la luz o que la vieron a un costo mayor, con retardo o sin todas las garantías habituales en el comercio y las finanzas internacionales. Miles de millones de dólares extraviados en trampas que pudiesen haber servido para inversiones, fábricas, tractores, equipos de riego, tecnologías; que no llegaron, que no existen. Visto así, intangible.

Los efectos en Cuba de la crisis económica mundial corren el riesgo de padecer similar suerte, si no se aguza la vista.

La defensa contra viento y marea de principios de igualdad social —justos cuando no rayan con el igualitarismo—, alejan a nuestra sociedad de los impactos más visibles de la crisis en otros países del Norte y del Sur: aumento del desempleo, deterioro acentuado de los ingresos personales, contracción del consumo, quiebras de bancos y empresas...

En Cuba el desastre no toca, como en otras tierras, tan directamente a las puertas del ciudadano común o a las de su vecino inmediato. Pero sería ingenuo suponer que estamos librados de espanto. Los costos de la crisis también conmueven a nuestra economía. Si sus ramalazos llegan mitigados al pueblo es porque el Estado socialista los absorbe, los distribuye, hace auténticos malabares para compensar las pérdidas millonarias por exportaciones truncadas de bienes y servicios. No puede impedir, sin embargo, el deterioro de la capacidad para continuar inversiones de beneficio social o económico. Al final, padecerá, de cualquier manera, la calidad de vida del cubano, aunque no se perciba de inmediato o a simple vista, o sea difícil aceptarlo.

El daño es tan serio, que el Gobierno se ha visto obligado a asumir reajustes severos, como el recorte en un seis por ciento de gastos presupuestados, la postergación de algunas compras e inversiones y, más recientemente, la reducción rigurosa del consumo de electricidad, fiscalizado a escala de cada provincia, municipio y centro de trabajo. Dejar abiertas las llaves del derroche sería doblemente pecaminoso en estos tiempos; tan pecaminoso como sentarse a esperar pasivamente soluciones concebidas por el Estado u otros protagonistas de la economía.

En mi opinión, esta crisis puede ser una oportunidad para curarnos del "síndrome del pichón", alimentado por un Estado que ha sido paternalista en exceso, si además del perjuicio inevitable, logra expresarse, en los hechos, como estímulo al ahorro, a la eficiencia, y como sanción al despilfarro.

Con bloqueo o sin bloqueo, con crisis o sin crisis, en mucho dependerá de la actitud y la acción de cada persona, de cada colectivo laboral, la capacidad para encontrar salidas y llegar a la meta, en esta permanente carrera de obstáculos que es la vida.

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