César Gómez Chacón - Juventud Rebelde.- Los tanques sudafricanos todavía humeantes ante nuestras trincheras, algunos intactos otros calcinados por el fuego de la metralla angolano-cubana, es una de esas imágenes imborrables, y suficientemente reveladora de quién venció a quién en Cuito Cuanavale aquel 23 de marzo de 1988.


Nadie sabía entonces que había sido el último intento de los racistas por tomar el caprichoso poblado del sudeste de Angola.
Veinte años después, parecería que la historia no siempre la escriben los vencedores. A lo largo de este tiempo dudosos historiadores y frustrados analistas, sobre todo viejos racistas sudafricanos y sus primos norteamericanos, se han dedicado paciente y conscientemente a minimizar, cuando no a ignorar, la contundente victoria angolano-cubana, calificada por Nelson Mandela como «el viraje en la lucha de liberación del continente africano contra el flagelo del apartheid».

Un solo detalle: ninguno de esos aprendices de brujos estuvo allí durante aquellos meses cuando la tierra temblaba a diario por el fuego cruzado de los combates.

Las nuevas generaciones de cubanos, nacidas durante y después de la batalla por Cuito, deben conocer un importante secreto: muchos de esos hombres y mujeres, de aquellos heroicos muchachos que defendieron el poblado y la integridad de Angola, son hoy sus propios padres y abuelos.

Los recuerdo todavía allí, con sus caras sucias, los labios rajados por el frío y los cinturones corridos varios ojales, cuando sonreían y jugaban con la pronunciación en portugués del nombre del poblado, para afirmar que el 23 de marzo fue el día cuando Cuito se puso «Carnavale» de verdad. Ese día...

De pie en la madrugada
Todo comienza alrededor de las cuatro de la mañana. Como ocurre casi a diario, el «de pie» lo da la artillería enemiga; por eso muchos permanecen en los refugios, pensando que se trata del habitual hostigamiento. Sin embargo, pasados unos minutos, junto a las ya conocidas explosiones de los cañones de largo alcance sudafricanos G-5 y G-6, y los cohetes reactivos Walkirias, se escucha el impacto de los morteros 160 y, en la lejanía, el ruido inequívoco de motores de tanques. Está claro: el enemigo intenta de nuevo apoderarse del poblado.

Las columnas racistas se mueven a gran velocidad sobre las posiciones de la 25 Brigada FAPLA. Intentan abrir una brecha en uno de sus flancos y penetrar por ella hasta la retaguardia: allí, del otro lado del río, está Cuito Cuanavale, herido por la metralla, pero en pie como el mayor de los símbolos.

La orden de ocupar los puestos de combate se riega como pólvora por la 25 Brigada. Todos salen a sus respectivas trincheras con el armamento de infantería. Los antiaéreos corren hacia sus instalaciones, los tanquistas saltan escotillas adentro. Se escuchan, junto con la explosión de los proyectiles enemigos, las primeras frases de aliento: «¡Vamos a echar pa‘lante! ¡Esa gente no pasa! ¡Aquí no se rinde nadie!».

Arrecia el cañoneo sobre nuestras posiciones. Nadie abandona su puesto. Los integrantes del pelotón de seguridad, que recién llegó el día anterior, como parte del refuerzo de tropas cubanas ante la gran escalada sudafricana, apuran el trabajo de acondicionamiento del terreno, pues apenas han tenido tiempo de instalarse. Es su bautismo de fuego, pero ellos desafían los proyectiles mientras cavan sus trincheras y pozos de tiradores.

Los jefes angolanos y los asesores cubanos recorren la brigada y dan órdenes e instrucciones precisas: «¡No disparar! ¡Dejen que se acerquen! ¡Nadie tire hasta que se ordene! ¡Firmes, camaradas!».

El avance de los carros enemigos se escucha cada vez más próximo, aunque una gran ondulación del relieve impide verlos. Súbitamente, en esa misma dirección se siente una explosión, y luego otra, y otra. Grandes columnas de humo negro salen de la hondonada. ¡Están cayendo en los campos minados! La alegría reina en las trincheras, aun bajo el cañoneo. Son alrededor de las diez de la mañana.

¡Arriba los cuarenta!
Las baterías cubanas de cohetes reactivos BM-21, las famosas Katiuskas, aquí bautizadas como Cachita y Libertad, las «buscapleitos», abandonan sus nichos protectores y, bajo el fuerte hostigamiento, emprenden la marcha hacia las primeras posiciones.

La pieza que dirige el sargento de tercera Lázaro Pérez Pérez, artillada con sus cuarenta cohetes, se aproxima por uno de los flancos al encuentro de las fuerzas racistas. De pronto, una lluvia de morteros comienza a caer a pocos metros de la máquina. Les están tirando a ellos. Se trata de una batería enemiga, cuyo emplazamiento descubren a tres kilómetros en la profundidad.

Deciden acercarse, emplazar en la misma carretera, y desde allí hacer tiro directo. El combate será «cuerpo a cuerpo».

Desde su punto de observación, el jefe de artillería de la agrupación cubana se percata de lo que está sucediendo y alerta por radio al teniente ingeniero Claro Matos Rojas, jefe del pelotón de BM-21.

«¡Cuídame a los hombres, cuídame la pieza!», dice a toda voz por el equipo, de manera tal que lo escuchan hasta los propios soldados de la dotación. No obstante, Matos les repite la advertencia: «no deben arriesgarse tanto», «no se pongan a corregir el tiro».

Pero el duelo está decidido. Pérez Pérez lo comunica:

—¡Allí hay una batería de morteros; la vemos clarita, la tenemos colimada!

—¡¿Estás seguro de los datos?! —indaga el teniente.

—¡Está ahí mismo! —responde el sargento.

—¡Pues arriba! ¡Los cuarenta!

La salva es precisa e impresionante. En cuanto salen los primeros cohetes, los jóvenes artilleros escuchan por radio nuevamente la voz del jefe superior, que desde el punto de observación, grita sin poder contenerse:

—¡Ahí mismo los cuarenta, que les partimos los c...!

Concluido el tiro, cuando en el sitio desde donde disparaba la batería enemiga solo se observan columnas de humo y fuego, el sargento Pérez Pérez informa a su jefe:

—Allí no quedan ni las tuercas.

—Viren lo más rápido posible. Los felicito —dice emocionado el joven oficial...

Ciro, Sosa, “Alejandro”, domingos...
Por momentos parece venir la calma, pero es solo un engaño, el factor psicológico en tales casos puede ser mortal. Nuestros combatientes son todo oídos; del lado del enemigo suenan entonces disparos de fusil, aunque todavía están muy lejos... Una conclusión lógica se impone: hay pánico en sus filas; algunos, seguramente los fantoches de la UNITA y los de las llamadas Fuerzas Territoriales de Namibia, utilizados por los sudafricanos como carne de cañón en la infantería, han tratado de retroceder y a tiros los hacen regresar. «¡Caballeros —grita un cubano— déjenlos, que se están matando entre ellos!».

Al mediodía, el campo de batalla parece un infierno. Nuestra artillería continúa sus ataques desde la otra orilla del río. Los proyectiles de los cañones y los cohetes reactivos pasan por encima de las cabezas de cubanos y angolanos y van a caer directamente sobre las unidades enemigas. Ellos, a su vez, responden furiosamente con los G-5 y los G-6, con los morteros, y los cañones y ametralladoras de sus blindados. Desde nuestras posiciones, los tanques T-55 del teniente coronel Ciro Gómez también hacen fuego. El «Puro» como le dicen cariñosamente sus soldados, está listo para repetir sus hazañas del último 14 de febrero, cuando, prácticamente solo, detuvo una columna de tanques enemigos.

Por su parte, el teniente coronel Fermín Sosa, asesor cubano de la 25 Brigada, recorre las trincheras junto a su jefe angolano, el capitan Antonio Valeriano. La experiencia le dice que este es un momento definitivo. Él es uno de los primeros jefes cubanos que llegó a Cuito meses atrás, cuando todo parecía perdido. Desde entonces no ha tenido un día de descanso, pero hoy se juega el todo por el todo. Entre los documentos que guarda como oro en su maleta de combate, y enseña a cada rato a sus soldados, está aquel papel arrugado que le hicieran llegar desde el puesto de mando:

«Aquí te va una nota estimulante. Alejandro (nombre de guerra del Comandante en Jefe Fidel Castro) está contento con la operación que se hizo el día 25 (de febrero), de ocupar las nuevas posiciones de forma organizada, bajo la influencia del enemigo y combatiendo...».

Sosa se pasa la mano por la cara, como si tuviera barba, cada vez que piensa o habla de aquel «que nos ha dirigido desde el principio». Confía en «Alejandro» como mismo confía en sus combatientes, en los cubanos y en los angolanos. De uno de estos últimos recibió una lección tremenda durante el combate del 1ro. de marzo. Su nombre es Domingos y es jefe de una pieza de mortero. Aquel día el joven puso a toda la dotación a servirle los proyectiles, y él hacía de tirador. Fijó la corrección del fuego hacia el lugar por donde venía una columna enemiga y comenzó a tirar.

Al final del combate, Domingos vino al puesto de mando donde estaban los cubanos, directamente a ver al médico: tenía quemada la frente, la barbilla, una oreja, un lado de la cara, las manos, los brazos y parte de los muslos. Sosa fue a verlo enseguida y le preguntó: si había sido un proyectil enemigo, y el joven le respondió sonriendo: «No, comandante, uno no; 200, tiré 200 proyectiles». El teniente coronel cubano no le creyó y mandó a otro oficial a comprobar. Efectivamente: allí estaban, junto al mortero Domingos, las 200 cajitas de los proyectiles.

¡Lume, lume con forza!
Este 23 de marzo parece interminable. A eso de las dos de la tarde comienza a llover. Los sudafricanos lo habían previsto. El cielo tremendamente encapotado es la única manera de evitar que nuestros aviones, ya dueños del cielo en esos momentos, puedan despegar desde su aeródromo de Menongue, a 200 kilómetros de Cuito. La aviación angolano-cubana ha sido una pesadilla para los racistas durante los últimos meses.

Bajo la lluvia, el médico y el político cubanos trasladan a un herido angolano; el cocinero, quien solo ha podido hacer un café bien negro, lo reparte por las trincheras, como si estuviera en las graderías del estadio Latinoamericano.

Cerca de las cuatro de la tarde vuelve a arreciar el cañoneo enemigo. Están protegiendo su retirada, pero eso no lo saben aún nuestros combatientes, quienes ante la difícil situación gritan con todas sus fuerzas: «¡Por aquí no pasan! ¡Viva Fidel! ¡Viva Neto!».

Poco a poco, se va apagando el ruido de los motores y de la artillería adversaria. Por último, solo se escuchan nuestros BM, morteros y obuses. Los angolanos golpean el suelo con un pie, mientras gritan con alegría: «¡Lume; lume con forza!» (¡Fuego, fuego con fuerza!).

Son pasadas las cinco. El panorama es indescriptible. La euforia por la victoria se apodera de los hombres de la 25 Brigada. Cubanos y angolanos se abrazan con los ojos enrojecidos por la pólvora y la emoción: «¡Los jodimos, coño; los jodimos! ¡Tuvieron que irse pa’l carajo! ¡No pasaron; no pasarán nunca...!».

Epílogo
Como resultado del combate se ocupó una cantidad considerable de armamento enemigo, en particular varios tanques sudafricanos, abandonados prácticamente intactos por sus tripulantes, quienes apenas tuvieron tiempo para agarrar lo más necesario y huir.

Una vez más fueron los cadáveres de los soldados de la UNITA los que no se pudieron recoger; uno de ellos fue destrozado por la estera de un blindado propio durante la precipitada retirada. Triste muestra de lo que apreciaban los racistas a sus aliados negros. Por nuestra parte, resultó herido un pequeño grupo de combatientes angolanos.

La victoria del día 23 fue total e indiscutible. Cuito no fue jamás tomado por el enemigo. Por su parte, nuestras tropas iniciaron el avance por el frente sudoccidental angolano, que pondría a los racistas definitivamente contra la pared. Se iniciaron entonces las negociaciones de paz. Como resultado, fue preservada hasta hoy la integridad de Angola, se obtuvo la independencia de Namibia, Mandela fue liberado y Sudáfrica desterró para siempre el apartheid.

Cuito Cuanavale, afirmó por aquellos días el líder africano Oliver Tambo: fue el Waterloo de Sudáfrica.

Esta es la historia real, como son reales los nombres de cada uno de sus protagonistas. La escuché en sus propias voces, allí y entonces.

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