Rosa Miriam Elizalde.- La Habana amaneció el primer día del año con varias esculturas de José Martí manchadas de sangre de cerdo. Pagados por el negocio “anticastrista” que se alimenta de los programas federales de “cambio de régimen en Cuba”, dos delincuentes de poca monta se repartieron el trabajo de profanar los bustos del Héroe Nacional de Cuba y filmar las escenas para subirlas a las redes sociales. Las pruebas de cómo la operación se gestó y financió desde Estados Unidos, son abrumadoras.
Sin embargo, medios de cubanoamericanos de la Florida y sus altoparlantes en las redes sociales, perfectamente sincronizados, han presentado el hecho como obra de un movimiento antigubernamental llamado “Clandestinos", del cual no hay otro signo de existencia que “este atentado particularmente abyecto”, como lo llamó un analista local. Ni siquiera los ejecutores conocían que formaban parte del supuesto grupo “opositor” y uno de sus cómplices, en un diálogo –transmitido por la televisión– preguntaba: “¿Por qué no se le puede echar un poco de sangre a José Martí?”
Esta saga ha provocado en Cuba una conmoción colectiva. Y llama la atención, porque el debate ha resistido un mes y porque este país ha vivido hechos muy angustiosos, con toda suerte de actos de guerra económica, operaciones psicológicas, atentados, alzamientos, secuestros de buques y aviones, ataques piratas, actividades de inteligencia, delirantes intentos de magnicidio y subversión interna. Solo entre noviembre de 1961 y octubre de 1962 se produjeron 5 700 sabotajes organizados por la estadounidense Agencia Central de Inteligencia como parte de la Operación Mangosta, cuyo entramado ha descrito de manera insuperable el periodista Tim Weiner en su libro Legado de cenizas. Historia de la CIA (2006). El objetivo era ablandar a Cuba para una invasión, que pudo haberse desatado en octubre de 1962, momento en el cual el mundo estuvo al borde de una confrontación nuclear, lo que se ha llamado Crisis de Octubre (de los Misiles o del Caribe).
Ni al más sanguinario de los asesinos formados por la CIA, responsable, entre otros crímenes, de la voladura en 1976 de un avión civil en pleno vuelo en el que murieron 73 personas –hablo de Luis Posada Carriles–, se le ocurrió mancillar —no, al menos, explícitamente— a Martí. Hasta ahora la ultraderecha llamada cubanoamericana, que no ha tenido reparos en promover y ejecutar crímenes, ni en acomodarlos a su conveniencia, había evitado la afrenta directa del Héroe Nacional, puesto que, de cometerla, se habría autodescalificado.
El universo simbólico en Cuba adquiere una importancia excepcional. Es un poderío muy superior a las escasas fuerzas materiales que ha tenido y tiene esta isla en el Caribe, porque ha sido capaz de promover la emoción, exaltar los valores y guiar la actuación con cuotas de esfuerzo, incluso de abnegación, heroísmo y sacrificios, que serían impensables sin ese potente imaginario. “Lo imposible es posible, los locos somos cuerdos”, dijo Martí, quien entendía perfectamente que los símbolos son el santo y seña cívico de una comunidad nacional a la que le seguiría costando caro conjugar dignidad con libertad y hacer valer la defensa del ser humano como fin en sí mismo.
Pero el asalto a los símbolos es quizá una de las características fundamentales de la época desquiciada en que vivimos. René Ramírez Gallegos, quien fuera ministro de Educación Superior del gobierno de Rafael Correa en Ecuador y uno de los más lúcidos intérpretes de la llamada Revolución 2.0, ha alertado sobre el fascismo social que campea en el espacio público, fundamentalmente en las redes, con la fuerza telúrica del autoritarismo neoliberal. Hasta en las dictaduras más cruentas de América Latina se cuidaron de aupar públicamente el asesinato, la desaparición forzosa, el racismo y la xenofobia, aunque los practicaran alegremente, pero ahora cualquiera lee en Facebook y Twitter frases como “métanle un tiro, mátenlo”. Jamás ha sido tan explícito y contagioso como ahora el discurso de odio.
El problema para la derecha de Miami que se ha adaptado a los tiempos que corren, es creer que esto funciona en Cuba. La indignación que se palpa en la calle, que espontáneamente ha generado en las redes el hashtag #ConMartíNoTeMetas y cientos de actos de desagravio que todavía suceden en escuelas y plazas, prueba que la profanación de un símbolo no ha sido solo un error de cálculo, sino una nueva derrota moral de esas fuerzas oscuras que trapichean con la política hacia Cuba en Estados Unidos.
Martí no es una abstracción; es un sentimiento, un lugar de refugio que no es cualquier sitio, sino este en particular: "Con Guaicaipuro, con Paramaconi, con Anacaona, con Hatuey hemos de estar –escribió él–, y no con las llamas que los quemaron ni con las cuerdas que los ataron, ni con los aceros que los degollaron, ni con los perros que los mordieron."
(Publicado originalmente en La Jornada)