El escudo, obra de Alexis Leyva Machado (Kcho) Foto: Archivo de Granma 

Muchos (la mayoría) de los que se congregaron el 27 de noviembre ante las puertas del Ministerio de Cultura estaban influidos por la atmósfera creada en las redes. Pocos conocían lo acontecido efectivamente en San Isidro y a sus protagonistas. Quizá algunos habían tenido una u otra mala experiencia y se sentían dolidos.


Abel Prieto - Granma

No por azar se escogió el 20 de octubre como Día de la Cultura Cubana. Recuerdo con cuánto orgullo Armando Hart reiteraba la trascendencia de que la fecha en que se entonó por primera vez el Himno de Bayamo sirviera para rendir homenaje a los hombres y mujeres que protagonizan la vida cultural del país. Se había sintetizado así, de modo inmejorable –decía Hart–, la identificación orgánica entre nuestros creadores y los ideales patrióticos, antiesclavistas y anticoloniales de 1868, enriquecidos luego por Martí, Mella, Guiteras, Fidel.

La Revolución triunfante en 1959 recibió un apoyo entusiasta de la abrumadora mayoría de los artistas y escritores cubanos. Muchos, incluso, que vivían en el extranjero, regresaron a la Isla para sumarse a la edificación de un mundo nuevo.

Aunque la agresividad de EE.UU. empezó muy tempranamente, a través de presiones y amenazas, atentados, bombas, financiamiento de bandas armadas y una feroz campaña mediática, el gobierno revolucionario no descuidó la promoción de la cultura: fundó el Icaic, la Casa de las Américas, la Imprenta Nacional y la primera escuela de instructores de arte, y llevó adelante la Campaña de Alfabetización.

Según dijo Carpentier, habían terminado para el escritor cubano los tiempos de la soledad y comenzado los de la solidaridad. Y es que la Revolución formó un público masivo y ávido para las artes y las letras. Dio espacio, además, a las expresiones más genuinas y discriminadas de las tradiciones populares y a las búsquedas más audaces en los diversos géneros artísticos.

Incapaces de percibir los nexos tan hondos entre cultura y Revolución, los yanquis se empeñaron en organizar grupos de «disidentes» en los medios intelectuales; pero fracasaron una y otra vez.

El caso de Armando Valladares fue fruto de la desesperación: lo exhibieron ante el mundo como un poeta inválido prisionero de conciencia. Hasta le publicaron un poemario con gran publicidad y un título dramático: Desde mi silla de ruedas. Pero no era poeta ni paralítico (subió ágilmente la escalerilla del avión cuando fue indultado), tenía un pasado turbio como policía de la tiranía de Batista y había sido sancionado por actividades terroristas.

Ahora, muchos años después, presentan un supuesto «movimiento» (San Isidro), un supuesto rapero procesado por desacato y una supuesta huelga de hambre de una decena de supuestos «artistas jóvenes». Los respaldó una fuerte campaña en la prensa extranjera, en los medios digitales pagados para la subversión y en las redes sociales. Contaron con el apoyo inmediato de Pompeo, Marco Rubio, Almagro y otros personajes.

A través de las redes sociales, se gestó un clima enrarecido, con una intensa carga emocional, para suscitar expresiones de adhesión y apoyo moral ante una hipotética injusticia.

Como ha sido estudiado por muchos analistas, apelar a las emociones en las redes envuelve a la gente en comunidades sentimentales transitorias, y paraliza la capacidad para razonar, juzgar y verificar dónde están los límites entre la realidad y la ficción.

Muchos (la mayoría) de los que se congregaron el 27 de noviembre ante las puertas del Ministerio de Cultura estaban influidos por la atmósfera creada en las redes. Pocos conocían lo acontecido efectivamente en San Isidro y a sus protagonistas. Quizá algunos habían tenido una u otra mala experiencia y se sentían dolidos. Creo que querían honestamente dialogar con la institución.

Otros (una minoría) participaban con total conciencia en un plan contra la Revolución. Usaron las redes sociales para amplificar lo que allí sucedía y lo divulgaron de manera adulterada. Echaron a rodar noticias falsas en torno a una represión imaginaria que incluía gases lacrimógenos, gas pimienta y supuestas emboscadas contra los participantes. Sabían que estaban contribuyendo a justificar con mentiras las políticas de Trump contra su país. Solo les interesaba el «diálogo» para convertirlo en noticia, en show, y anotárselo como una victoria. Algunos necesitaban justificar el dinero que reciben.

Sin embargo, es necesario separar claramente la historieta de los marginales de San Isidro y lo sucedido en el Ministerio de Cultura. En el segundo caso, hay valiosos jóvenes que deben ser atendidos.

La política cultural de la Revolución ha abierto un espacio amplio y desprejuiciado para que los creadores puedan hacer su obra en total libertad. Es cierto que ha habido errores, incomprensiones y torpezas, pero el propio proceso revolucionario se ha encargado de rectificarlos.

Las instituciones, junto a la Uneac y a la Asociación Hermanos Saíz, se mantienen abiertas al debate franco con artistas y escritores. Si por alguna razón el diálogo se interrumpe, existen los canales de comunicación apropiados para retomarlo.

Es totalmente legítimo dialogar sobre cómo consolidar los vínculos entre creadores e instituciones, sobre manifestaciones experimentales del arte que aún no han sido suficientemente comprendidas, sobre la imprescindible función crítica de la creación artística, sobre el «todo vale» de la visión postmoderna, sobre la libertad de expresión y otros muchos temas.

Lo que no resulta legítimo es el irrespeto a la ley, la pretensión de emplear el chantaje contra las instituciones, ultrajar los símbolos de la patria, buscar notoriedad mediante la provocación, participar en acciones pagadas por los enemigos de la nación, colaborar con quienes trabajan para destruirla, mentir para sumarse al coro anticubano en las redes, atizar el odio.

En medio de la crisis mundial provocada por la pandemia y el neoliberalismo global, Cuba sufre al mismo tiempo un acoso sin precedentes de EE.UU. Por eso se ha escogido este momento para financiar espectáculos que ofrezcan una imagen desfigurada del país.

Todo creador que se acerque a las instituciones con objetivos legítimos encontrará interlocutores dispuestos a escucharlo y a apoyarlo. Con los farsantes no hay diálogo posible.

 

Diálogo, debate, confrontación: para una delimitación de conceptos

Creo en las ideas, en la razón revolucionaria. Apoyo a la Revolución desde la razón, desde los argumentos

Enrique Ubieta Gómez - Granma

Creo en las ideas, en la razón revolucionaria. Apoyo a la Revolución desde la razón, desde los argumentos. Tengo la convicción de que es posible discutir y analizar cada acierto y cada error de estos 60 años, y que el balance será siempre favorable al proceso revolucionario. No rehúyo el debate. Pero también he comprendido que la guerra contra el socialismo, contra la Revolución, no es una cruzada «científica» o «académica» por la verdad; que los adversarios no son teóricos obsesionados por demostrar su razón (aunque algunos impartan clases o sean académicos profesionales), sino individuos que por diferentes motivos –biográficos, ideológicos o simplemente económicos–, desean su destrucción. He comprobado que

existe una red de intereses transnacionales que juega al duro: miente o tergiversa y apuesta a que su versión (verosímil) sea la ganadora en el show mediático, la que se apodere de la mente de los espectadores. Una red que selecciona las palabras exactas que deben usarse y repetirse para denominar a cada sujeto u objeto, a cada suceso (régimen no gobierno, embargo no bloqueo, Castro no Fidel o Raúl, como los llama el pueblo). Que los personajes se fabrican, se siembran, y que los medios pueden cerrar puertas y ventanas a cada argumento que revele la trampa. Que el diálogo es de sordos, porque el objetivo no es quién tiene la razón, sino quién mantiene o toma el poder

Entonces, resulta imprescindible diferenciar tres niveles posibles de interacción con países y personas ajenos o no al proceso revolucionario. Con aquellos que reconocen y aceptan la legitimidad histórica de la Revolución, y desean intercambiar criterios, es posible y necesario el diálogo. Con aquellos que difieren de nuestras metas y nos suponen equivocados, pero argumentan con seriedad su posición, puede existir el debate. Debatir es un ejercicio sano, permite descubrir fortalezas y debilidades en nuestra visión de las cosas. El diálogo es para encontrar un espacio común de convivencia; el debate para clarificar posiciones divergentes o contrarias. Ambos presuponen el respeto al derecho ajeno y excluyen la imposición. Pero si el objetivo no es convencer, sino imponer, si el país o la persona que discrepa tiene como único fin de sus actos el derrocamiento de su adversario, la toma del poder, si existe una intención expresa de subversión, entonces hablamos de confrontación y del derecho de la Revolución a defenderse. Es lo que el viejo Marx llamaba lucha de clases.

La estrategia última de la Revolución, su sentido histórico es unir: unir a personas diferentes, discrepantes, en un proyecto común. Esa fue la fuerza de José Martí y la de Fidel Castro. El primero habló con vehemencia de una Patria «con todos y para el bien de todos», pero no incluyó en ella a «los que no tienen fe en su tierra», ni a los anexionistas. Fidel lo explicó de otra manera: «dentro de la Revolución, todo [eso incluye a los que no la comparten]; contra la Revolución, nada». Y antes dijo: «Nadie ha supuesto nunca que todos los hombres, o todos los escritores, o todos los artistas tengan que ser revolucionarios, como nadie puede suponer que todos los hombres o todos los revolucionarios tengan que ser artistas, ni tampoco que todo hombre honesto, por el hecho de ser honesto, tenga que ser revolucionario. Ser revolucionario es también una actitud ante la vida, ser revolucionario es también una actitud ante la realidad existente (…)». Y dijo también: «La Revolución debe tratar de ganar para sus ideas la mayor parte del pueblo; la Revolución nunca debe renunciar a contar con la mayoría del pueblo; a contar, no solo con los revolucionarios, sino con todos los ciudadanos honestos que, aunque no sean revolucionarios, es decir, que, aunque no tengan una actitud revolucionaria ante la vida, estén con ella».

Dialogar, debatir, son requisitos que asumimos con plena responsabilidad. Sabiendo que no dialogamos ni debatimos de arqueología ni de células monoclonales, sino sobre nuestras vidas, sobre el futuro de nuestros hijos. Por eso es inevitable –y yo diría que necesaria–, la pasión. Esa pasión no disminuye el alcance científico de los argumentos; los ilumina. Es más: el que carezca de pasión, el que no pueda involucrar sus sentimientos, sus emociones, en el debate, carece de auténtica objetividad. No se puede hablar a favor de la Revolución sin sentirla. Y hay que diferenciar los insultos de quienes no tienen argumentos o de quienes pretenden callar al adversario (ese es el significado real de «ciberchancleteo»), de los «calificativos», a veces indispensables para entender la posición que se refuta. Decir «contrarrevolucionario», decir «mercenario» cuando corresponde, es dotar al discurso de un argumento imprescindible. Ocultar esos calificativos, es obstruir la comprensión de los hechos. Prescindir de sólidos argumentos, repetidos, pero veraces, por el solo hecho de que han sido esgrimidos antes, es debilitar el discurso revolucionario.

Cuando un individuo se presta a espectáculos callejeros bien cotizados por los medios transnacionales –esos medios que no quieren reportar otra cosa que aquello que prestablece el guion de una corresponsalía para la subversión-, y se alía a los intereses que actúan abiertamente para derrocar el socialismo en Cuba, se enfrenta al pueblo. Asume los códigos de la guerra por el poder. La Revolución tiene el derecho de defenderse. Y lo hará. Y los cientos de miles de cubanos que la defendemos estaremos allí para gritar «viva Fidel» y «viva el socialismo». Los revolucionarios sabemos debatir, y sabemos también combatir.

 

Cuando salió del Ministerio de Cultura, le ordenaron promover un estallido...

De acuerdo con un material publicado este jueves en el noticiero estelar de la Televisión Cubana, las investigaciones demostraron que en esa manifestación pacífica participaron ciudadanos con implicación en actos vandálicos contra tiendas en MLC en la Isla

Leidys María Labrador Herrera - Granma

«Los jóvenes, bajo la bandera de la “no violencia”, y empleando logotipos y tácticas de marketing, que atraen a la juventud, deben fomentar pequeños disturbios en la calle, para crear un ámbito permanente de inestabilidad y caos. Luego, atrayendo la atención de los medios internacionales, y guiados por las agencias de Washington, persiguen provocar la represión de las fuerzas de seguridad, a través de actos violentos o ilegales, imagen que seguidamente es proyectada a través de la prensa como una violación de los derechos humanos, y utilizada para justificar cualquier acción contra el gobierno».

Así se manifiestan los llamados «golpes suaves». Sus esencias, descritas en el artículo Golpe suave: estrategia de ee. uu. para cambiar sistemas, publicado por este propio medio el pasado 1ro. de diciembre, forman parte del guion de lo ocurrido en San Isidro, y de los pasos que siguieron algunos de los que fueron al Ministerio de Cultura (Mincult).

Mientras los integrantes de la agrupación de la barriada habanera utilizaron el desacato y asumieron una postura de fuerza para que se cumplieran sus exigencias, los que llegaron hasta el Mincult protagonizaban una manifestación pacífica, que sumó, sobre todo, a intelectuales y artistas, pero que fue contaminada de forma deliberada por quienes, previamente instruidos, plantearon diversidad de inquietudes e ideas y demandas.

No obstante, aunque se produjo el encuentro con autoridades ministeriales y de las organizaciones que aglutinan en Cuba a intelectuales y artistas; aunque hubo un grupo de acuerdos emanados del mismo, acto seguido se inició en las redes sociales y en las páginas de reconocidos medios anticubanos, la generación de contenidos asociados al tema, destinados a desacreditar la validez del encuentro, para promover así sentimientos de descontento, frustración, polarización de los implicados y, claro, incitación a la violencia, como describen los manuales de la cia.

De acuerdo con un material publicado este jueves en el noticiero estelar de la Televisión Cubana, las investigaciones demostraron que en esa manifestación pacífica participaron ciudadanos con implicación en actos vandálicos contra tiendas en MLC en la Isla.

Así lo demostró el testimonio de Abdel Antonio Cárdenas, quien aseguró que cuando los jóvenes ya se retiraban del Mincult, recibió una llamada para promover un estallido consistente en «romper la tienda de 11 y 4, hacerla trizas, quemar a un policía, hacer algo atroz».

Sin duda, las plataformas digitales han devenido pilar indispensable para quienes, desde el exterior, articulan este tipo de acciones. Grupos de Whatsapp, canales de Telegram o perfiles de Facebook, se convierten en la vía de contacto para la convocatoria, aunque sus promotores muchas veces ocultan sus identidades.
En todos los casos, como también se explicitó en el material televisivo, los planes conciben una previsible reacción de las fuerzas del orden, el respaldo popular a los implicados, así como la amplificación mediática de los incidentes.

Un marcado oportunismo aprovecha la compleja situación económica del país, en momentos coyunturales de enfrentamiento a la pandemia de la covid-19, para que la proliferación de este tipo de acciones pueda generar eventualmente un estallido social de mayores dimensiones.

¿Objetivo?, pues el de siempre, derrocar a la Revolución Cubana, y echar por tierra con ella la justeza y dignidad con que hemos sabido construir nuestra sociedad. Pero no lo lograrán.

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